10.16.2008

¡Deja de verme!

Ya había logrado conciliar el sueño. Y una vez más, apareciste. Estabas en la cocina. Mientras esperaba que las palomitas estallaran al calor de las microondas, te ví. Junto al refrigerador. Viéndome fijamente con los ojos casi completamente negros. Volví a gritar. Y volví a despertarme.

Prendí la luz del buró, respirando agitadamente. Me quité las sábanas de golpe. Me senté en la cama con los pies en el suelo. Traté de calmarme. ¿Por qué te vuelves a aparecer? ¿Será que veo demasiada tele? ¿Demasiado ocio me hace inventarte? ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué tengo que despertar en el momento justo en que sabría qué harías conmigo?
Fui al baño. Abrí la cortina de la regadera con la angustia de que estuvieras ahí. Me lavé la cara. Prendí un cigarro y me senté en el piso, con la espalda pegada a la pared helada. Traté de calmarme. Volví a cepillarme los dientes y regresé a la cama.

Eran las dos. Necesitaba distraerme, no pensar en tí. Tomé un libro cualquiera, empecé a leer. Sentí que me había tranquilizado. Dos treinta y siete. Apagué la luz y me acomodé en la cama. Cambié de posición siete veces. Volví a prender la luz. Dos cuarenta. Tomé la computadora. Busqué videos y fotos chistosas. Me puse al tanto de los chismes de las celebridades hollywoodenses. Me empezó a dar sueño. Tres y diez. Dejé la computadora y volví a apagar la luz. Me quedé viendo al techo, las estrellas plásticas mal pegadas brillaban en la obscuridad. Cerré los ojos. Aparecías. Empecé a cantar en mi cabeza. unelefantesecolumpiabasobrelateladeunaarañaaa. Llegué a 17 elefantes. Luego apareciste otra vez. Empecé de nuevo. diecisieteelefantessecolumpiabansobrelateladeunaaraaaña. No pude. Volví a prender la luz. Tres y veinte. Volví a levantarme. El mareo me hizo casi azotarme en la cama. Respiré profundo. Busqué mi iPod. Puse música alegre. Tres y media. Me quité los audífonos. Pensé en tí y me dio miedo que hubieras entrado y no te escuchara por traerlos. Regresé a la cama. Tres treinta y tres. Hora capicúa. Apagué la luz. Me tapé con las sábanas hasta la barbilla. Apareciste otra vez, en cuanto cerré los ojos. ¡Carajo, ya vete! ¡Déjame dormir! Seguías mirándome fijamente. Sin respirar. Sin moverte. Ahí, junto a mi cama. ¡Dime algo! ¡Mátame! ¡Apuñálame y déjame sangrando, pero ya no me persigas!
En algún punto me quedé dormida. Al despertar con el sonido de la alarma del celular, ahí estabas. Pero ya no me diste miedo. Ya es de día.


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