Eso de ahogarse en el mar tiene algo de romántico. Volverte parte de él, deshacerte entre algas y peces, convertirte en parte de una medusa, que tus huesos sean coral. El mar, tan sereno o tan violento, tan tranquilo o tan errático. Pero el hecho de que unos pescadores encuentren tu cuerpo verde y morado junto con los atunes a tres kilómetros de donde te ahogaste es lo que muy probablemente suceda y es tétrico.
Tenía dos posibilidades: dejarme ir y esperar que la siguiente ola me vomitara en la playa y ahí, medio inconsciente, revivir escupiendo agua salada o seguir nadando hasta que el cansancio provocara la opción número uno.
El agua revuelta a tu alrededor ensordece.
De chica me metía en la tina horas hasta que las yemas de los dedos se me hacían pasita, y luego sumergía la cabeza para sentirme sirena. Y cantaba canciones en mi cabeza, que se oían dentro de mí como rebotadas por el agua. Me contorsionaba hasta lograr que mi ombligo quedara justito fuera como una pocita.
Las olas son mucho más grandes cuando las ves desde dentro.
Cuando iba a la playa con mis papás, veía cómo las olas reventaban en la arena como si quisieran enterrarse en la arena y luego se volvían mansitas mansitas como encajes blancos que se resistían a regresar.
Después de unos días (en realidad, unos minutos), una ola decidió aventarme en la arena. Escupí agua hasta por los ojos. Me sentí traicionada. Ese día no quise ver el mar. Los días siguientes, sólo lo analicé, desde lejos, pensando en lo vengativo que era.
Pero a fin de cuentas, sigo pensando en que el mar es donde quiero estar cuando me muera.
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Curiosa cosa esta que pasó: ayer justamente, una niña de 6 años se ahogó en la misma playa donde sucedió esto.
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