Cuando estaba en la secundaria, empecé a seguirle la carrera a una modelo, Alek Wek, que me parece era nigeriana. ¡Qué bonito cuerpo! ¡qué bonita cara! Podía ella ponerse lo que fuera y le quedaba bien. Estaba completamente rapada y aún así era hermosa. Ni siquiera necesitaba maquillaje como las güeras. Siempre decía (y hasta la fecha lo hago): “siempre se va a ver más buena una negra buena que una blanca buena”.
Después pensé que era obvio que no había manera de volverme negra, así que decidí que quería tener hijos negros por que se me hacían más bonitos, y que me iba a casar con un negro que supiera tocar el piano y bailar salsa.
A mi abuela eso le parecía aberrante, y cuando se lo dije, no sólo me dijo “no digas tonterías, ¿qué no ves que no somos iguales?”, sino que casi me deshereda (no hubiera hecho mucha diferencia, me heredó un juego de tazas de porcelana que se me hacían horrorosas y que luego vendí). Mi abuela era racista de esas que parecen haber nacido en medio de la guerra de castas. Era de piel muy clara, fina, venía de una familia de provincia de esas que tenían haciendas y negocios (de los cuales no queda ya nada), pero que estaban influenciadas por las ideas de las clases sociales y los colores de piel, cuestión que acabó derivando en cuatro tías solteras que vivían en una casota y algunos jóvenes nacidos con deformidades y retraso por haber sido hijos de primos.
Recuerdo un viaje a Nueva York, mi abuela estaba aterrada de subirse al metro por que sentía que cada negro, hombre, mujer, viejo o niño, iba a asaltarla. Decía que se sentía por el olor. Yo me reí, incrédula. Sólo le dije en tono condescendiente: “los blancos también asaltan".